martes, 6 de enero de 2015

Sixto y Lorenzo

Su madre Yolanda Mora era antropóloga y su padre Jaime Jaramillo Uribe historiador. Ambos profesores universitarios. Nació en Hamburgo en 1955. Creció en un ambiente académico, regodeado por el arte y los libros. Cuando su madre estaba embarazada de él, pintó. Pintaba todos los días. A los quince recibió clases de Roda. A los dieciocho ya estaba en la escuela de artes de la Universidad Nacional. Se retiró. A los veinte estaba en Londres, luego París. Se enamoró de París como Silva, pero no tuvo la oportunidad —como bien lo hizo el poeta—, de conocer a Mallarmé ni mucho menos a Moreau. También estaba enamorado de un hombre que lo decepcionó y del cine de Rosseti. Sobre todo le gustaba la película Alemania año 0. Era un gran dibujante. Eso lo dijo el otro marica de Caballero, con quienes compartieron durante algunos años en París. Leía, leía mucho, sobre todo historia del arte y literatura, cada cosa en su lengua natural. No creo que tuviese muchos amigos, ¿cómo una persona con su genio puede tener muchos amigos? Primero una exposición pública. Luego una privada. A mí me gustan los cuerpos desnudos de espaldas. Son mujeres y hombres enseñando sus torsos y una obra a la que llamó The Talking Heads de 1981, como la banda de rock and roll, aunque él afirmó que jamás había escuchado dicha banda, porque no le gustaba el rock, sólo la música clásica. Parece que estaba encantado con Mozart y Vivaldi. Aunque sus grabados en metal, llamadas Piezas en forma de pera los hace en homenaje a Erik Satie. En 1979 inicia sus series de Caras y Figuras, estas últimas basadas en las figuras precolombinas. En el 81 además de su serie Talking heads, inició la serie Oleos negros. En el 85 Suite de las muchachas extravagantes, me encantan las espaldas desnudas y rasgadas por los colores oscuros que utiliza. En el 74 Ángeles y en el 77 el Homenaje a Calder. Imagino ahora a Lorenzo encerrado en su estudio atiborrado de pinturas y lienzos, adornado con tulipanes y rosas y margaritas, extasiado bajo las Gymnopedies de Satie, extasiado bajo la luz del otoño de París o del color ambarino del invierno de Bogotá, pintando los torsos desnudos de las mujeres, como Renoir diría un amigo, pero un poco más oscuro, más premonitorio, escrutando en cada tramo de piel el arribo de la muerte y el paso de los años. Lo imagino ahora mover su mano con la candencia de la hoja que cae del árbol, arrastrada por el vendaval, demarcando en su vuelo, el vuelo de un ave. Y Sixto. Sixto recibió su nombre porque fue el sexto hijo de una familia de inmigrantes mexicanos que se radicaron en Detroit, Michigan, lugar donde nació en 1942, trece años antes que Lorenzo aunque Sixto sigue vivo —Lorenzo también pero en otro estado del arte—. Antes de grabar su primer sencillo titulado I`ll slip away en 1967, era un vago que durante el día recorría las calles de su ciudad y en las noches cantaba en los bares de mala muerte donde concurrían todos los perdedores de Detroit en los muelles del río que recibe el mismo nombre de su ciudad. En 1970 graba Cold fact y sólo veintisiete años después recogería los frutos de su trabajo. Por esa época fracasó como cantante y la discográfica que grabó sus dos álbumes, cerró. Se dedicó entonces a la fontanería, la albañilería, a la construcción y a la jardinería. Trabajaba como un loco, diría su hija, quien lo había visto cargar solo un refrigerador de varios kilos. Lo que no supo Sixto, fue que en la Sudáfrica de los años setentas —en pleno auge del tratado del Apartheid—, su música era el ícono de una juventud hastiada del abuso del poder de su gobierno, ilegítimo, eso sí, como toda dictadura. Su álbum Cold Fact vendería entonces medio millón de discos y en cada fiesta y en cada casa se podía escuchar su música. ¿Cómo Sixto entonces no vivió de su éxito en Sudáfrica? Porque un negro hijodeputa, a quien pagaban los derechos de su música en Estados Unidos, se robó el dinero, esta es la razón. Imagino ahora a Sixto en un rincón oscuro y macilento de una casa de Detroit sin cocina, avivando un fuego para soportar el frío del invierno, con las manos ateridas sobre los carbones encendidos para desentumecerlos y luego lo imagino tomando su guitarra, brillantes sus ojos por la explosión de una astilla que revolotea sobre su mirada como una mariposa extinguiéndose, luego a sus manos rasgar en las cuerdas el velo oscuro de la noche invernal y su tenue voz ondulándose y flirteando por el aire como los copos de nube que caen y resbalan por su ventana, desde donde observa como se sigue destruyendo el mundo. Sin embargo Sixto ni Lorenzo son conocidos aún. Cada cual sigue existiendo en su forma más abstracta, diluyéndose entre la futilidad del mundo, arrojados a la esquina oscura, uno de un callejón de Detroit y otro en una casa antigua de Bogotá. Ahora escucho Sugar man, quizás la canción más conocida de Sixto y el corazón me da un vuelto y llora. Quizás los días difíciles nunca se acaban, más bien se repiten o llegan en otras formas, con otras caras, con otro tipo de pobrezas. Sixto aún es jardinero en su ciudad y Lorenzo terminó ciego, comiendo pizza, escuchando el retozo de las hojas de los árboles de su jardín mientras echado en su cama, recordaba sus días felices.